El secreto de mi suegra

Siempre le tuve recelo, cierto respeto y pavor. Pensarán que es normal sentir esto por las suegras, pero no se imaginan cómo era la mía.

Cuando conocí al hombre que luego se convertiría en mi esposo, no me podía creer que fuese tan perfecto. Pasé los primeros meses de la relación buscando cuál era su defecto, pero nunca encontré ninguno y eventualmente olvidé el tema y me sentí afortunada por haber encontrado a alguien tan apropiado para mi… hasta que conocí a su madre.

Era sorprendentemente joven, siempre bien arreglada, de punta en blanco. Tenía una mirada penetrante y cuando me hablaba sentía que no podía evitar decirle otra cosa que no fuese la verdad. Incluso cuando me aconsejaba algo, a los días me sorprendía verme siguiendo al pie de la letra sus instrucciones. Al principio confundía esta situación incómoda con los nervios de querer su aprobación, pero esa sensación nunca desapareció.

Nunca supe si realmente alguna vez le agradé, pero tampoco sentí que se resistiera a mi relación con su hijo. Inclusive parecía estar conforme cuando nació mi primera hija, y hasta feliz cuando nació nuestro hijo.

Nunca la vi dormir. Ahora que lo pienso, creo que nunca la vi comer, o ingerir algún alimento más allá de verla sorber el té por las tardes (si es que realmente lo sorbía), y así como dejé de buscarle defectos a mi esposo, dejé de preocuparme por ella, se puede decir que incluso me acostumbré a sus cortas y extrañas visitas.

Mi suegra no envejecía, nunca lo hizo. Incluso mi hija mayor ya adolescente bromeaba sobre cómo la abuela se veía más joven que yo, y a mi pesar, era cierto. Curiosamente, poco tiempo después, la abuela más nunca volvió a visitarnos.

Siempre estaba visitando a algún pariente lejano, de vacaciones con amigas o algo por el estilo, hasta que un día nos dijo que se había ido a una casa de retiro, que quedaba tan lejos que era difícil para nosotros ir de visita y solo mi marido hacía el viaje ocasionalmente.

Volví a verla, o al menos creí verla al final del auditorio durante la graduación de mi hija y, años después en la de mi hijo. Incluso por un breve instante en el funeral de mi esposo, luciendo exactamente como el primer día que la conocí. Luego no volví a verla nunca más.

La noche en que mi hija me presentó a su nuevo novio, recibí un paquete. Venía sin ningún tipo de remitente. Cuando lo abrí, quedé espantada. Era una especie de traje, una versión elástica de mi misma, solo que un par de años más joven. Según las instrucciones, un traje que a partir de entonces, se alimentaría de la juventud de mi yerno y me mantendría joven por siempre.

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