Sale el sol esa hermosa mañana y comienza a reflejarse en los techos de la ciudad. La joven despierta y así transcurre su día:
¡Nos días por la mañana! Se para la chama con esa pepa e´sol atrinca que entra por la ventana. Manuela se da un baño a punta de tobito. Se arregla las chichas. Agarra la última arepa del budare, la rellena con diablito y se la zampa con un vaso de papelón.
Sale esmachetada a agarrar una camionetica, que por supuesto va hasta los tequeteques, en la que termina todo el mundo amuñuñado y donde nunca falta el que ya tiene violín a las 8 de la mañana. Qué chimbo que Manuela trabaja donde el viento se devuelve y no le queda más que calarse las largas colas que se arman a esa hora.
Llega al trabajo justo en medio de un zaperoco. El jefe le está formando un semerendo peo al todero, al que siempre chalequean porque usa unos culos de botella mamarrúos y que siempre se vuelve un 8 con los informes. — Tienes que ponerte las pilas —Le gritaba el jefe. —Pero es que el carajito es burda de achantado — Piensa Manuela mientras pasa haciéndose la loca para que el peo no la salpique.
Saluda a Graciela, su compañera de trabajo, que siempre se echa unos madrugonazos para llegar a tiempo porque vive en Guarenas. Graciela es una jeva depinga, pero burda de sifrina y jala bola. Manuela tiene la idea de que Graciela le curucutea sus corotos y que habla paja de ella cuando no está, porque una vez la pilló en el merequetengue y, aunque Graciela metió el paro de estar pendiente de otra cosa, ella no se comió el cuento.
La mañana pasó volando, especialmente porque Graciela andaba con una ladilla hablando de un tal fulano y perencejo que le están echando los perros, pero que según ella no llevan chance, uno por ser niche y el otro por ser burda de pichirre.
Manuela sale a almorzar a una taguara bien fina que le queda a pata e’ mingo. Almuerza un pasticho y un refresco mientras un perrito cacri, que siempre merodea la zona, le vela la comida. Después de jartar, llega la hora del burro y se toma un guayoyo para espabilarse.
Manuela parece que tiene una solitaria y a media tarde decide meterse una bala fría para aguantar hasta la hora de irse, así que le compra una tizana a la buhonera de confianza, que además de cambur y patilla las hace con un poquito de jugo de parchita y le quedan bien chéveres. Se quedó echando carro, manguareando en la computadora hasta que dieron las 6 p.m. y agarró sus macundales y marcó la milla.
Esa noche, había cuadrado para salir con un tipo que al final se volvió pura bulla, entonces decidió lanzarse para un guateque que tenía un pana por su cumpleaños, con tan mala leche, que el muérgano que tuvo las bolas de sacarle el culo también estaba en la misma rumba, jamoneándose con una maracucha.
Cuando Manuela vio al catire, le iba dando un patatús. Menos mal, un pana de ella, que es burda de papiao, le hizo la segunda y sacó al mamarracho a punta e coñazos, diciendo que era un arrocero, que no se bajó de la mula cuando hicieron la vaca pal ron y que ya todos sabían que la rumba era «country» o pagando chin chin en la entrada y el catire no había hecho ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario.
La rumba se volvió un desnalgue a eso de las 2 y Manuela decidió dejar el pelero. Aunque parte de la noche estuvo de lamparita de la mejor amiga y el culito que ésta coronó, igual tripeó y gozó un puyero.
Naguará el ratón tan brutal con el que despertó a la mañana siguiente. Menos mal ya la esperaba la levanta muertos que le hizo su mamá y que la devolvió a la vida.
Esa mañana no hay sol. Afuera cae rolitranco de palo de agua y a Manuela se le agua el guarapo al pensar en el pajúo del catire y en que se va a quedar sola como la una, porque nadie la entiende.