Hace una semana fue mi cumpleaños número 31, y debo decir que desde que pisé los 30, la vida ha ido a un ritmo más pausado de como era a los 20. A los 20 crees tener la vida planeada. A los 25 te angustia saber que no todas las cosas se darán como las planeaste. A los 30 ya no importa que las cosas no hayan salido como las planeaste. Tal vez, incluso fue mejor que haya sido así.
Si corres con suerte, como yo, en el camino conocerás personas muy especiales. Si todo hubiese salido de acuerdo al plan, no las hubiese conocido y ahora, no las cambiaría por nada. Incluso personas con las que viví gratas experiencias y que ya no están en mi vida. En ocasiones me he preguntado si valió la pena el dolor de haberlas perdido, o si hubiese sido mejor nunca haberlas conocido. A los 30 te das cuenta de que no serías quien eres sin esas personas también.
Los golpes te enseñan a ser más fuerte y a afrontar mayores retos en el futuro, y si uno hubiese sido así a los 20, ¿cuánto tiempo se hubiese ahorrado? Tiempo perdido en dudar de ti mismo, tiempo perdido en dudar si atreverte o no a hacer algo que quieres, en decirle a alguien que te gusta, y tiempo perdido en arrepentimiento por no haber hecho todo lo anterior. Lamentablemente, no hay manera de saltarse los pasos. En la vida se aprende a los coñazos y, como diría María Luisa (que en paz descanse): “Nadie escarmienta en cabeza ajena”.
Pisas los 30 y ya te dejan de importar muchas cosas que antes ocupaban demasiado tiempo en tu día. Piensas en cuánto tiempo has perdido buscándote defectos frente al espejo, aferrándote a tus inseguridades, sintiendo celos de una persona, comparándote con otra. Cuánto tiempo has perdido con miedo a ser blanco de burlas, con miedo a pasar pena frente a la gente, con miedo a fracasar, con miedo a no cumplir con expectativas o con tantos proyectos planteados.
Cuando todo eso desaparece, que bonito espacio deja para crear planes nuevos, mejor elaborados, más acordes a tus intereses y llenos de la madurez y seguridad necesaria para llevarlos a cabo. Queda más espacio para pensar menos en ti y más en alguien a quien puedes ayudar. Más tiempo para conversar con un amigo que necesita que escuches sus problemas. Más tiempo para hacer reír a una persona y hacer sentir mejor a otra.
Tal vez hasta ahora estas líneas te parezcan un mensaje inspirador muy mal elaborado. Tal vez tú te hayas dado cuenta de esto hace mucho tiempo, tal vez lo apliques, tal vez no, pero hace un par de semanas, una amiga, Allison, también en sus 30, tuvo un accidente y perdió movilidad en parte de su cuerpo. Su recuperación será difícil pero confío en que podrá lograrla.
Disfruta más la vida que tienes, tal vez no sea la que planeaste, pero en lugar de preocuparte por ello, ocúpate de la vida que quieres tener. Ocúpate en crecer, aprender y sentirte mejor contigo mismo. Ve, haz, arriésgate, habla. No dejes seguir pasando oportunidades de ser feliz. El tiempo invertido en ser feliz, jamás será tiempo perdido.
Voy a dedicarle un espacio a una de las tantas historias de Allison: La maestra y el demonio
Hace casi 10 años, Allison y yo trabajamos juntas en una tienda de celulares en el centro de Caracas. Era sábado en la tarde y faltaba una hora para cerrar la tienda, pero ya no pasaba nadie por allí. La hora se hacía eterna y nos echábamos cuentos para pasar el rato. Allison, que siempre ha sido muy alegre y divertida, me comenzó a contar de cuando era niña y vivía en el oriente del país.
-“Yo tuve una maestra en quinto grado a la que se le metía el demonio”. – Me dijo.
-“¿Cómo que se le metía el demonio?”- Le pregunté riendo, ya que sus cuentos siempre terminaban en una loquera.
-“Sí. A la maestra le daban sus ataques y comenzaba a temblar y caía al suelo y los niñitos salían corriendo gritando: SE LE METIÓ EL DEMONIO, SE LE METIÓ EL DEMONIO”.
La maestra en realidad sufría de ataques epilépticos, pero para estos niños que aún no entendían de eso, la historia de que a la maestra se le metía el demonio era más comprensible.
“Un día yo estaba jodiendo mucho en clases y la maestra me sentó de primera. Ella estaba escribiendo en la pizarra y los niños copiaban, pero de repente, el salón quedó en silencio y cuando volteé a ver, la profesora se había quedado paralizada y la tiza en el pizarrón comenzó a dibujar una línea hacía abajo, mientras ella caía al suelo y comenzaba a temblar. Yo pegué un grito, al igual que los otros niños y salí corriendo del salón, mientras volaban los cuadernos y los lápices, los otros niños corrían y gritaban como locos. Fue tanto el susto que salté la pared del colegio y corrí hasta que llegué a mi casa”.
“Mi abuela me dijo: Allison, ¿que haces aquí? Y yo le dije que a la maestra se le había metido el demonio y por supuesto, me agarró por un brazo y me llevó de regreso al colegio”.
“Chama cuando llegamos… todo estaba normal otra vez, los pupitres en su sitio, los niñitos sentados derechitos pero con esa cara de cagados, todos tiesos. La maestra me preguntó hecha la pendeja: ¿para dónde te fuiste, Allison?, y mi abuela le respondió que yo había llegado a la casa con el cuento de que a la maestra se le había metido el demonio y me tuvo que traer arrastrada”.
“Pues tuve que volver a sentarme con mi cara de cagada en el pupitre y no se habló más del tema. Fue el peor grado”.
A mí me dolió la barriga de tanto reírme ese día. Espero Dios me perdone y me perdone también por volver a reírme cuando escribía esta historia.