Al salir del aeropuerto comencé a apreciar los colores, el aire y la temperatura de mi país. Todo el camino me dejé llevar por esa sensación de estar finalmente en mi tierra, donde nací, donde crecí… soooy desieeerto, selvaaaa, nieveee… «Me voy a meter por la Avenida Sucre para llegar más rápido», interrumpió mi tío mis pensamientos y mi nostalgia. ¿No habrá más cola? le pregunté (viernes 4 de la tarde). «No, que va, si todo está solo», me dijo. En efecto, el primer cambio que pude notar fue como las calles estaban más solas. Ahora sí se empieza a notar ese éxodo que vivimos desde hace años.
Además pude notar que la mitad de los negocios se encontraban cerrados, y la otra mitad que seguía abierta, generalmente contaba con la mitad de la mercancía que en algún momento tuvieron.
La gente se veía cansada, más delgada, peor vestida. La ciudad daba una sensación de suciedad y abandono. Todo sigue allí, solo que deteriorado. Lo único intacto y de lo que aún se puede disfrutar (siempre y cuando se tenga el dinero suficiente), son las bellezas naturales de Venezuela. Fieles como siempre. Solo fui a la playa pero no dudo que otras áreas también estén así.

Uno de los problemas que más me impactó (debe ser por lo acostumbrado que se ven todos con esto), fue el tema del efectivo. El país no tiene billetes suficientes, los cuales salieron hace un año aproximadamente, y ya este 2018, el presiburro anunció que volverían a cambiar. Por esta razón, todo se maneja con transferencia. El taxi, el buhonero, incluso los vendedores ambulantes que encontramos en la playa.
Esto representa un problema para cosas como el transporte público o las camioneticas, que aún se deben pagar con efectivo. El Metro de Caracas es la excepción, que quien sabe desde hace cuanto tiempo ya no se paga. Se puede ver a uno o dos empleados en las taquillas (si acaso) solo hablando o viendo sus teléfonos celulares. Por eso, el Metro se encuentra peor que nunca, sucio (en algunas estaciones con olor a excremento) y presentando muchas fallas que nadie repara pues, de nuevo, la ciudad poco a poco se sume en el abandono.
Aunado al hecho de que no hay efectivo, se encuentra la gran exageración de los precios que tienen las cosas. En mi estadía esa semana gasté 25 millones de bolívares. Para muchos ese número puede no tener ninguna referencia en su cerebro, a otros le debe sonar exageradamente alto, y la verdad es que si lo transformamos a dólares (a la tasa de cambio del mercado negro de hoy, 14 de marzo de 2018) 70 dólares no suena tan caro.
Un domingo por la mañana, caminaba con mi hermano hacia su casa en La Candelaria, cuando de repente, de un bar salen dos hombres forcejeando. Mi hermano me agarró de un brazo y me jaló hacia la tienda más cercana mientras me decía: «Vente, vente. Tiene una pistola». La gente que se quedó asomada en el local, nos iba informando con sus expresiones: «Wow, le tiene la pistola en la boca». «Mira, le cayó a coñazos». Cuando salimos, el presunto ladrón yacía en el suelo inconsciente, con la cabeza en un charco de sangre. Repito, un domingo a las 10 de la mañana.
Luego de esto, tuvimos la sorpresa de las lápidas robadas en el cementerio que ya narré en la primera parte, y a continuación, esa semana estuvo llena de muestras del deterioro del país, como el edificio donde se encuentra el consultorio de mi doctor, el cual tenia una fuente de soda en el primer piso, que estaba cerrada (por supuesto) y cuyos ascensores estaban averiados. Ir a un restaurante y que el mesonero en lugar de informarte el menú del día, te explique lo que NO HAY del menú ese día. Ir a comprar un refresco y una chuchería y que no te den bolsas para llevártelos porque no hay o son muy caras, (muchas amigas se acostumbraron a llevar una bolsa en la cartera a todos lados). De paso ir abrazando tu refresco y tu chuchería hasta tu casa como si llevaras un televisor, porque el tema de la comida es muy delicado en la Venezuela del 2018, y hay mucha gente pidiendo en las calles y comiendo de la basura.
A pesar de todo, como muchos sabemos, la ciudad busca la manera de sobrevivir esta situación, nuestros familiares y amigos que aún viven en Venezuela siguen intentando vivir sus vidas lo más normal posible, pero ya sin aquella chispa de ser feliz a pesar de las adversidades que vi casi extinguiéndose en este viaje. Muchos se conforman con simplemente tener algo de calma ante la crisis, otros tantos viven con la esperanza de que sus hijos están mejor en el exterior (a pesar de la tristeza que también esto les causa) y otros viven impulsados por los planes de también irse eventualmente del país.
Esta visita a Venezuela me recordó lo mucho que extraño mi país, pero me hizo ver que ese país que extraño, ya no es la Venezuela del 2018. Ese país ya no existe más que en la memoria de todos los venezolanos que la recordamos con cariño y la llevamos en nuestros corazones a cualquier parte del mundo a donde vayamos.
